miércoles, 7 de julio de 2010

22/10 - OBSERVACIONES DE UN HOMBRE MAYOR

22/10

Observaciones de un hombre mayor


Una de las grandes ventajas de irse haciendo uno mayor –nada de viejo, ¿eh?-, es que al irse aumentándonos las distancias intergeneracionales, la perspectiva desde la que se enfocan las cosas, y sobre todo las personas, especialmente las pertenecientes a la importante casta política de cada momento, nos permiten una más clara y detenida visión, también audición, y por consiguiente una más acertada crítica. Quiero suponer que también desapasionada y hasta imparcial.
Me veo obligado a recordar a mi buen amigo Polidoro, hombre él de conocimientos enciclopédicos, con “sentido común, acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia”, tal como reza su esposa todas las noches, al encomendar a nuestros políticos a la misericordia divina, más que nada para que los mejore y no les deje caer en la tentación, amén.
Bueno, pues Polidoro rechazó a lo largo de su vida varios cargos políticos que se le ofrecieron en distintas ocasiones, siempre alegando que “no estaba preparado suficientemente” para desempeñarlos, prefiriendo seguir trabajando honradamente desde su oscuro anonimato, sin meterse en camisas de once varas que quizás pudieran sentarle mal, pensaba él, aunque -creo yo, que le conozco-, que no peor y más holgadas de cómo a más de uno, de los que ocuparon los cargos por él rechazados, se les vio luego que les sentaban ellas, las camisas o el cargo.
Cuando ese pase de modelos, de camisas de diversos colores, o de cargos de diversa entidad, se contempla desde un mismo nivel, o incluso desde un plano cronológico inferior, apenas se distingue o advierte cosa alguna, como no sea el más o menos desenvuelto verbo del oficiante para moverse en el escenario de su representación. Algunos hay que optan por llamarlo, en vez de desenvuelto verbo, desparpajo, y algunos otros, todavía una cosa peor.
Pero cuando, como decía al principio, la distancia intergeneracional entre espectador imparcial y político en activo, sobre todo subido éste más en su soberbia y retribuciones que en sus conocimientos y logros, cuando esa distancia se va haciendo casi enorme entre uno y otro, entonces se asombra aquél –el espectador, el de mayor edad-, de que la casta política carezca en absoluto de sentido del ridículo.
No voy a negar que hay, como en todas partes y en todo grupo, una serie de excepciones a esa regla –más que regla, opinión personal de quien escribe-, excepciones que nos hacen reconciliarnos con el conjunto de ellos, de la casta política, si prescindimos de analizarlos uno a uno.
No voy a señalar a nadie, líbreme Dios de ello, que no soy amigo de inferir ofensas, por muy fundadas que pudieran estar las opiniones manifestadas. Y, vive Dios, que algunas lo están.
En la carrera política, de más fácil y llano acceso que, por ejemplo, las de ingeniería, medicina o física, por citar alguna de las muchas que requieren esfuerzo, se debiere dar cabida a todo aquel que llegare a ella movido por verdadero espíritu de servicio, que, en realidad, es lo único que justifica su existencia, la del político.
Si vivir es servir, como alguien acertadamente decía, figúrense ustedes qué será gobernar, actividad que requiere –aparte de unos conocimientos previos y sólidos-, una dedicación poco menos que completa, un olvidarse de sí mismo y pensar en los demás a todas horas. Si no se gobierna con esa capacidad, dedicación y entrega, sino más bien improvisando, pensando en el medro personal y suculento, entonces pobre del pueblo gobernado.
No pretendo yo, ni tanto saber, ni tanto sacrificio en nuestros gerifaltes, pero sí –sobre todo en aquellos que se autodenominan de izquierdas-, que obren con arreglo a las ideas que dicen tener y nos predican a troche y moche, que una cosa es predicar y otra cosa, vivir ajustándose a lo que se predica.
Hablando de esa manifiesta divergencia entre lo predicado al contribuyente y lo aplicado por el predicador, o los predicadores, a sí mismos y a los suyos una vez se hacen con el poder y aseguran su economía, me decía Polidoro, en uno de nuestros paseos medicinales, de ahí, de esa divergencia, viene la creciente desconfianza hacia ellos, esos arribistas que se apresuran a vivir como jamás lo habían soñado, como nos predicaban que sólo viven “los que son de derechas”, con buena casa, buen servicio doméstico, educando a los hijos en acreditados colegios extranjeros, etc., etc., aunque eso sí, sin apresurarse éstos, los políticos, a hacer lo posible por adquirir mayores conocimientos que los que tenían al comienzo de sus respectivas carreras públicas. Para algo están los socorridos y bien retribuidos asesores, a los que Polidoro reconoce todo su valor, si no fuera –como él me dice-, por eso de que sus asesoramientos pueden estar viciados ab initio, bien por la adulación, bien por el temor de perder la canonjía si se asesora en contra de los que de ellos se espera. Ministro hubo al que sus disidencias respecto a su superior, le costaron el cargo. Es muy humano, dice Polidoro, en su afán de disculpar siempre al prójimo.
Tornando a lo que decía al principio, lo del ridículo papel que algunos gerifaltillos –y gerifaltillas-, ofrecen al contribuyente, bien en sus poses de iluminados, bien en su pobre discurso, bien en sus escasos logros, venimos ambos en coincidir que puede ser injusto juzgarlos duramente. Nadie es perfecto en este puñetero mundo, aunque algunos crean lo contrario al mirarse en el espejo. En eso consiste la vanidad, en esa falsa creencia y firme convencimiento de lo listo y bonito que uno es. Por eso es tan delicada y espinosa la misión del Gerifalte Primero, porque dentro de ella está la de elegir correctamente, con acierto, a sus segundones, sean estos ministros o portavoces, o lo que sea. Lo de la culpa in eligendo no se la quita nadie. No hablo de la in vigilando, puesto que considero que si hubiese elegido bien a sus segundones, sobraba la vigilancia a ejercer sobre éstos.
Y cuidado que es difícil erigirse en juez de nuestro prójimo, sobre todo si además de prójimo –en el buen sentido de la palabra-, es correligionario, al que se elige por ignorados motivos, más que por acreditados saberes y capacidades. Si hubiere oposiciones, algún día, a ministro, subsecretario, portavoz, etc., etc., seguramente nos iría mucho mejor. Pero mientras las designaciones sean digitales, a golpe de dedo, la culpa in eligendo recaerá inexcusablemente en ese Elector Supremo o Gerifalte Primero, supongo que iluminado por Dios, que como Dios hizo al crear la Tierra, hace surgir a sus elegidos, no pocas veces, de la nada.
No nos queda otra cosa que decir, sino que Dios nos proteja y ampare -a nosotros-, y a ellos les perdone.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 18 Mayo 2010


(Public. en www.lacodosera.com el 23-05-10)
(Id. en www.valde-moro.com el 23-05-10)
(Id. en www.esdiari.com el 31-05-10)

martes, 6 de julio de 2010

21/10 - INANE COMENTARIO A CICERÓN

21/10

INANE COMENTARIO A CICERÓN


No, no ha sido la casualidad, ni el azar, sino la mano de una buena y culta amiga salmantina, Alicia González Mallo, la que me ha enviado una cita de Marco Tulio Cicerón (año 106 a 43 a. de C.), que debieran conocer todos nuestros ilustres políticos, empeñados ellos en gobernar nuestras vidas, sin habernos demostrado antes que son capaces de gobernar sus casas, y mucho menos de conseguir hacerlo bien.
Públicamente te doy las gracias, amiga Alicia, que no todos los días se recibe un correo de este tipo y nivel, antes bien, lo corriente es que sean antagónicos a éste, más bien chungos y deleznables, y no cito ninguno, no vaya a ofenderse alguno de mis amables y espontáneos corresponsales.
Dice Marco Tulio Cicerón que: “El presupuesto debe equilibrarse, el Tesoro debe ser reaprovisionado, la deuda pública debe ser disminuida, la arrogancia de los funcionarios públicos debe ser moderada y controlada, y la ayuda a otros países debe eliminarse para que Roma no vaya a la bancarrota. La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en lugar de vivir a costa del Estado”.
Lo asombroso no es lo que decía Cicerón, sino el que lo dijera en el año 55 a. de C., hace la friolera de 2.065 años, y que además parezca escrito ayer, totalmente aplicable lo dicho a nuestras actuales circunstancias, por lo visto tan malas como debían serlo entonces. Es ello demostración evidente de nuestra escasa capacidad de superación, de que seguimos siendo el mismo burro, que sigue tropezando con los mismos políticos, quiero decir con las mismas piedras. Perdón.
Cicerón contaba 51 años de edad, la suficiente para haber acumulado una sólida experiencia y haber sido testigo de más de un desmán de sus coetáneos políticos, pues visto está, leyendo lo que nos dice, que ya por entonces tampoco andaban las cosas por muy buenos caminos, que también el presupuesto estaba descuajaringado –como el nuestro-; que el Tesoro tenía más telarañas que denarios u otra cosa equivalente –como le ocurre al nuestro-; que la deuda pública se había disparado –igual que la nuestra-; que los encargados de la administración pública –los funcionarios que dice él-, estaban descontrolados, y que encima, estando inmersos en esa precaria situación económica que agobiaba a Roma, aún había que ayudar a países extraños –como nosotros ahora a Grecia-. Todo eso, amén de que gran parte de los ciudadanos vivían a costa del Estado, no de su trabajo, situación a la que se habían acomodado, desentendiéndose de todo y olvidándose hasta de trabajar, incluso de cómo se trabajaba, unos por voluntad propia, pero los más, como sucede ahora, seguramente obligados por el paro, por no encontrar trabajo y tener que cobijarse bajo el manto protector de las ayudas públicas, tan cortas en ocasiones, que les dejaban los pies fuera y helados.
Obligado es hacer comparaciones, por odiosas que éstas sean, y concluir que nos hace falta un nuevo Marco Tulio Cicerón, para repetir y gritar sus viejas y sabias palabras a nuestros mandamases, visto que no han perdido vigencia y lozanía aquéllas, ni han cambiado los desastrosos modos de gobernar de que usan éstos, iguales o parecidos a los de aquellos gobernantes coetáneos ciceronianos. Como dice mi amigo Polidoro, unos y otros, al final, todos iguales. ¡Eso es lo malo de la política! Que, generalmente, no hay donde escoger, por mucho que mires en torno. Y al final, se tiene uno que conformar, aunque sea renegando, con una nueva edición que no es sino copia de la primera. Y menos mal si no es peor.
Polidoro tiene la teoría de que toda crisis sobreviene cuando la masa de dinero circulante es inferior a la masa de dinero atesorado, atesorado por unos cuantos, se entiende, a los que nada basta para saciar su avaricia, como si encerrasen dentro de sí la esperanza, cuando no la ilusoria certeza, de ser ellos eternos. También dice él, Polidoro, aunque no es filósofo, que eso, esa avaricia desmedida, de que hace gala y ostentación nuestra casta política y la ralea económica directiva de bancos, cajas y grandes empresas, es cosa muy humana. Y debe tener su razón, ya que, por lo que vemos que nos dice Cicerón, la cosa viene de lejos. Tal vez, incluso, hasta de antes de la invención del dinero, cuando imperaba el trueque. Siempre habría algún cacique y malnacido que quisiera tener para él todas las cabras o todo el grano de la tribu, sin tener remordimientos de conciencia al ver famélicos al resto de los tribeños, valga el neologismo.
Y lo grande es que nos quieren hacer creer, nuestros actuales jefes de tribu, que somos un pueblo civilizado y encima democrático. Eso de democracia me huele, por mis remotos conocimientos del griego -donde “demos” significaba pueblo y “cracia” equivalía a dominio o poder-, a gobierno del pueblo, o por lo menos para el pueblo. Ya sabemos que algunos políticos acotaron el primitivo significado y dejaron establecido que democracia es el gobierno para el pueblo, “pero sin el pueblo”, incluso alguno hay que piensa que lo más alejado posible del pueblo.
Pues bien en ese gobierno democrático -nos mienten también-, todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y obligaciones. Supongo que se refieren al derecho a nacer –con las limitaciones del aborto provocado voluntariamente-, y la obligación de morir, de la que nadie se libra, aunque los ricos y poderosos parecen olvidarse de ella, de esa obligación, con su conducta avariciosa.
Pero de ahí no pasa la igualdad. Por ejemplo, nosotros, los simples mortales, necesitamos haber cotizado treinta y tres años de trabajo para tener derecho a una pensión de jubilación, en muchos casos insuficiente a nuestras necesidades. ELLOS, y fíjense que lo escribo con mayúsculas, en señal de respeto, no por chunga, se han acortado desorbitadamente ese plazo de cotización, e incluso algunos hay de entre ellos a los que parece suficiente haber tomado posesión del cargo, aunque cesaren al día siguiente, para tener derecho a una suculenta pensión vitalicia.
Mires donde quieras, a derecha o izquierda, da igual, una cosa es la que nos predican a los simples mortales, y otra muy diferente es lo que ellos se aplican para sí y los suyos. ¿Igualdad? Que me la claven en la frente, me contesta Polidoro al oírme formular la pregunta.
De todos modos, si teniendo a Cicerón entre ellos, no fueron capaces de enderezar el rumbo de aquella nave del gobierno romano, ¿qué vamos a hacer nosotros, sin Cicerón alguno que nos señale el rumbo cierto que debe tomar la nuestra?
No es desconfianza lo que nos embarga en estos momentos –dice Polidoro-, es descorazonamiento, o sea pérdida de esperanza e ilusión, como dice el diccionario de la RAE que debe interpretarse esta palabra.
Y algo de asco también, le contesto. Tal vez esté equivocado en mis apreciaciones, pero me siento defraudado por la casta de mandamases, en activo o en expectativa de serlo, da igual. Qué Dios y ellos me perdonen, que no hay ofensa en mis palabras, tan sólo absoluta desconfianza. Y eso, vive Dios, no es por mi culpa.

José María Hercilla Trilla
Salamanca, a 14 Mayo 2010

P/S.- Días después, ayer, 16-5-10, recibo igual correo de mi otra dilecta y culta amiga, Pilar Pascual Vicente, también salmantina. Gracias, pues, también a ti, amiga Pilar, gracias. Que Dios os lo pague a ambas.-J.Mª.H.T.- Salamanca, 17-5-2010


(Public. en www.lacodosera.com del 17-05-10)
(Id. en www.esdiari.com del 24-05-10)

lunes, 21 de junio de 2010

19/10 - DE LOS JUECES Y LAS REPROBACIONES

19/10

DE JUECES Y REPROBACIONES


Últimamente he recibido alguna invitación, a través de internet, de gente para mí desconocida, para que me uniera al coro de voces que clama en defensa de un determinado juez y reprobara junto con ellos, con los que así se manifiestan en calles y plazas, pancarta en alto y flameando banderas, a aquellos otros jueces que encausaron al primero como consecuencia de unos actos supuestamente reprobables que algunos le atribuyen y al que piensan juzgar. El que le condenen o no, dependerá –creo yo-, de lo que resulte de la prueba, como no puede ser por menos.
A todos los que me hicieron tal invitación hube de contestar lo mismo, que siendo abogado, aunque ya jubilado hace muchos años, siempre sentí un profundo respeto por la justicia, en cuyas actuaciones entiendo que no se debe de entrometer nadie y a la que es forzoso otorgar un amplio margen de confianza. Que por eso mismo me era imposible unirme al coro de voces discordante con ella, con la justicia, y pasar a formar parte de esa respetable masa de ciudadanos que, seguro que cumplidamente enterados de los hechos que al juez se le atribuyen, es decir de si realmente sucedieron o no, se atreve a poner la mano en el fuego por él, y, ya de paso, condenar a unos respetables jueces, a un docto tribunal, por el atrevimiento mostrado de enjuiciar a uno de sus compañeros, de cuya inocencia responden los manifestantes callejeros y aquellos otros que lo hacen adhiriéndose por internet.
Tal vez sea deformación profesional, no lo sé, pero puedo decir que durante muchos años de ejercicio y de actuación ante la justicia, pisando los juzgados, jamás me atreví a dudar de la rectitud de ninguno de los jueces que tuve que tratar, de alguno de los cuales goce de su amistad y confianza, y a ninguno de los cuales me atreví a reprobar –siquiera fuese íntimamente-, por no haber estado ellos en alguna ocasión conforme con mi tesis defensiva, pronunciando una sentencia que me era adversa, perjudicando con ello a mi cliente. Eso de reprobar un juez o todo un tribunal por temor a que la resolución que dicte nos vaya a ser adversa, no es de recibo, sobre todo teniendo en cuenta que si la resolución nos fuere favorable, no habría pega o reparo alguno que ponerle. ¿No es cierto? Incluso dirían que qué listo y justo era el juez que no les había defraudado en sus esperanzas. Fuesen éstas justas o descabelladas.
Comentaba yo, con mi amigo Polidoro, esto de las invitaciones recibidas para unirme al coro de manifestantes, y me sorprendió el escueto comentario que éste me hizo al respecto.

Jamás, que yo recuerde –me dijo-, me he unido o secundado manifestación callejera ninguna, a favor o en contra de nada ni de nadie. Entendí la Justicia, con mayúscula, como la primera de las tres instituciones del Estado, muy por delante del resto de poderes, entendiendo que no debe interferirse jamás su labor instructora, ya que, de lo que de ella resulte, dependerá el contenido de sus sentencias. Y la buena marcha y consolidación del Estado democrático. Y el grado de confianza que debemos tener en éste.

Me sorprendió Polidoro, en esto como en tantas otras cosas. Yo, como él, también confieso que, ni en tiempos de la oprobiosa, recuerdo haber salido a la calle con pancarta alguna. Me limité siempre a vivir de acuerdo con mis ideas liberales, que me obligaban a respetar a los demás y a creer en la existencia y probidad de unos jueces, sin atreverme jamás a enjuiciar a mi prójimo, sobre todo si carecía de datos veraces y suficientes para ello. Como simple contribuyente mi obligación estaba en trabajar; como ciudadano, en respetar las leyes; como hombre, a secas, en intentar amar a mi prójimo, por difícil que a veces se me hiciera. Creí que con eso bastaba para hacer Patria.
En esa línea trato de mantenerme, y por ello me merecen igual consideración y respeto, tanto el juez encausado como sus juzgadores, tanto cada uno de los manifestantes a favor del primero, como quienes no les secundan en el empeño, quedándose en casita. No soy nadie para ponerme a juzgar a mi prójimo. Del que además desconozco todo. No tengo abierta instrucción y carezco de datos ciertos y testimonios fiables como para comenzar su enjuiciamiento, pues, y como decía Margaret Drabble, escritora, “Cuando nada es cierto, todo es posible”. O, como se dice en Andalucía, preferible es vivir pensando que “tó er mundo é güeno”. De despegar algún día una pancarta públicamente, sería para propugnar la comprensión mutua, el encuentro entre todos los hombres, su entendimiento a toda costa, el amor sin límites,
Tuve la suerte de conocer en Ávila una serie de jueces que me resultaron inolvidables, por su rectitud, por su saber, por su prudencia, de los que mucho aprendí Permítaseme recordar aquí a alguno de ellos, como modesto homenaje a su memoria, tal como Don Manuel del Ojo, Don Argimiro Domínguez Arteaga, Don Ildefonso García del Pozo, Don Francisco Vieira Martín, entre otros muchos. De Fiscales ejemplares, tampoco estuvimos los abogados abulenses desprovistos. Baste recordar a Don Narciso Ariza Dolla, Don José García-Puente y Llamas, o Don Fidel Cadenas, con cuyo trato me enriquecí y de cuyo saber hacer y estar, aprendí mucho. Han pasado tantos años, que no sé que será de ellos, de algunos, de los más jóvenes entonces, cuando marcharon de Ávila, a otros Juzgados o Audiencias. De otros, tengo la amargura de saber que ya no están con nosotros. Es ley de vida.
Lo que quiero decir al recordarlos ahora, es que no concibo a ninguno de ellos, no sólo no habiendo jamás prevaricado, sino ni tan siquiera haber incurrido en pecado venial alguno.
No conozco a ninguno de los jueces que se reprueban, ni tampoco al juez encausado, cuyas actuaciones se esgrimen como justificación de las callejeras manifestaciones populares, y son objeto de acres comentarios salidos de boca de políticos varios, alguno de los cuales estaría más bonito callado, pero sigo creyendo en la Justicia y en la rectitud de sus servidores. Ojalá pudiere decir lo mismo del resto de las personas involucradas en este guirigay, las más de ellas inocentes, simples actuantes de buena fe, pero hábilmente conducidas en tropel, pancarta en alto, defendiendo actuaciones que desconocen e intereses que les son ajenos por completo.
¿Qué estoy equivocado? Pues pudiere ser que sí, no lo niego. ¿Y por qué no? Somos humanos. Como también pudiere ser que el equivocado sea el de la pancarta, no el que la hace y entrega a otro, sino el que la enarbola. Que el inductor de esos actos multitudinarios, ese siempre sabe, si no de la función, sí del interés que tiene en ella.

José María Hercilla Trilla
Ex-Decano del I. Colegio de Abogados de Ávila
Salamanca, 27 Abril 2010



(Public. En www.esdiari.com , del 3-05-2010)
(Id. en www.lacodosera.net del 16-05-10)

martes, 8 de junio de 2010

18/10 - OTRA VEZ EL BILINGÜISMO EN POLÍTICA

18/10

Otra vez con el bilingüismo en política


Estoy seguro de haberme referido con anterioridad a esta “grave preocupación” que embarga a nuestra casta política, resuelta la cual –la grave preocupación, no la susodicha casta, que esta no hay quien la resuelva-, se supone que todo empezaría a ir sobre ruedas en esta piel de toro, o en esta “pell de brau”, que igual da una cosa como otra. “Vusté ja m’entend”.

Hay que reconocerles que se esfuerzan lo indecible para demostrarnos que son justas sus retribuciones, acomodadas a sus altos merecimientos, al par que profundos saberes. Y no digamos patriotismo, que ese les revienta por las cinchas. ¡Pero que cachondos! Usted me perdone la expresión.

De nuevo vuelven a la carga del pluri-lingüismo en las Cámaras, esta vez creo que intentando implantarlo en el Senado, como si no estuviese ya éste lo suficientemente trastocado por las ideas, amén de intereses regionalistas o autonomistas, como para pretender ahora trastocarlo aún más con el lenguaje, cada uno hablando a su aire, esperando epatar al colega que no conozca su particular jerga y se admire de la innata sabiduría del orador de turno, tal como le sucedía al portugués, aquel que se admiraba de que en Francia todos, desde niños, supieran hablar francés. El Senador extremeño, pongo por caso, quedaría boquiabierto al oír expresarse en perfecto catalán a su colega barceloní, diciendo éste aquello de “setze jutges menjen fetja d`un penjat….”, aludiendo por ejemplo a que ahora, en esta pluscuamperfecta democracia (¿dónde está ella?), tal “menjaduría de fetja” no sería permitida. Se diría mi paisano cacereño, echándose las manos a la cabeza: “Jamás creí que ese colega fuese tan inteligente, que hasta habla en catalán con evidente soltura y desparpajo”.

Con esa admiración mutua, asombrados de oírse hablar, cada uno en su regional gabacho, se aumentaría el aprecio, respeto y consideración entre ellos, y hasta podría conseguirse cierto nivel, aunque no fuere mucho, de rendimiento en su trabajo en bien de la comunidad nacional, la que les mantiene. Tal vez, un día, decidieran ponerse a trabajar en asuntos serios, de los que verdaderamente nos preocupan a los contribuyentes, tal como el paro, la corrupción, etc., etc.

Al surgir alguna duda, en cualquiera de ellos y sobre cualquier asunto, podría uno decir: “Preguntadle al colega gallego, que es un sabio, tal como habla en su lengua”. Desde luego, no iban a preguntarle a mi paisano, cacereño él, que será senador, pero no sabe gallego, el pobre, ni tampoco otras lenguas de esta España nuestra.

En aquel Mahón de mi lejana infancia, donde, tal como hacía el niño nacido o llevado a Francia, que aprendía francés sin darse cuenta de ello, y además lo dominaba con correcto acento, yo, en Mahón, me hice bilingüe, sin darme cuenta de ello, usando indistintamente una lengua u otra, el castellano o el menorquín, sin que nadie pudiera adivinar mi nacencia extra-insular por causa del acento de mis palabras menorquinas. Ahora, cuando oigo a algún político hablar en catalán y presumiendo de catalanismo, con un acento castellano que no se lo quita nadie de encima, que da repelús, no puedo por menos de sonreírme. A este que digo, no me lo imagino hablando en la Alta Cámara en catalán, pues se expondría a que algún senador, chungo él, le dijere: “Habla en castellano, colega, que se te ve la oreja; es lo tuyo, y se te da mejor”.

Perdón, que me he ido por las ramas. Estaba recordando mis años menorquines, cuando oí a mi padre decirme aquello de que “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Seguramente me estaría llamando la atención por alguna de mis muchas locuras, que no eran pocas, aunque de escasa entidad. Recuerdo cuando puse alfileres en las sillas, con asiento de anea, en la Iglesia de Santa María, con destino a las nalgas de los devotos fieles que acudían a oír misa. Afortunadamente, para los fieles, fui descubierto en mi faena por el sacristán y entregado por el párroco a la jurisdicción paterna. De ahí esa admonición, aparte de un cachete, que me endilgó mi padre sobre el sentido común y su escasez en el hombre común. Y entonces, también en mí, aunque todavía no llegaba a hombre.

Cuan lejano ese día, y sin embargo no lo he olvidado jamás, ni el discurso, ni tampoco el cachete que me gané con mi “travesura”. Nada tiene de extraño que cada vez que veo agitarse a un político para, al final, salirnos con una “boutade” –por decirlo finamente-, me viene a la memoria el recuerdo de mi padre y sus sabias palabras sobre lo escaso que es el sentido común en el común de los hombres.

Lo hablaba con Polidoro, mi buen amigo, recordando la oración que reza su santa esposa, pidiendo a Dios “que los políticos tengan sentido común, a falta de inteligencia; acrisolada honradez y acendrado amor a la justicia. Con eso nos conformamos, Señor, Dios nuestro. Amén”

En una de esas locas cabecitas que Dios les ha dado, de pronto, surge una idea, y sin más, sin pensar las consecuencias de todo género que puedan derivarse de su aplicación, se emperran en aplicarla y además inmediatamente, a ser posible. ¿Puede haber algo más ridículo, amén de disparatado, que una reunión de trescientas personas, todas ellas -sin excepción-, conocedoras de una misma lengua común, y que además dominan a la perfección, empeñadas en hablar cada una de ellas en su particular idioma -y con su peculiar acento casi todas, excepto contadas excepciones-, exigiendo además la intervención de una serie de intérpretes, bien retribuidos, por supuesto, para que traduzcan lo hablado en aquel guirigay, aumentando los costos de personal y dilatando innecesariamente los tiempos de discusión de cada uno de los problemas que sus señorías tienen la obligación de resolver?

Además, no olvidemos que los intérpretes conocen –se supone-, cada una de las lenguas de su especialidad, generalmente en su versión culta o académica, pero en ocasiones pueden desconocer ciertos giros “no académicos” o ciertos eufemismos usados en el habla corriente de las gentes, y también por los senadores, que siguen siendo corrientes, aunque algunos lleguen a senadores. Que de menos nos hizo Dios.

Yo, como cacereño de nacencia, aunque mahonés de crianza, habré de rogar al senador de mi vasta región extremeña que exija la presencia del “castúo” en los debates de la eficiente y docta alta Cámara. Que no va a ser menos mi Extremadura que Cataluña, o Galicia, o Vascongadas, o Asturias, pongo por caso. ¡Hasta ahí podríamos llegar! Para que sepa España entera, como decía el eximio poeta Luis Chamizo, en su “Miajón de los castúos”, “como palramos / los hijos d’estas tierras, / porqu’icimos asina: -Jierro, jumo, / y la jacha y el jigo y la jiguera”.

Si viviere mi padre, hombre recto y sabio, y tuviere que reprender –como hizo conmigo-, a tantos cabezas huecas y sin sentido como viven en y de la política, y ello de uno en uno, para más eficaces logros, recapacitaciones y arrepentimientos de los amonestados, tendría que hacer muchísimas horas extraordinarias. Y además, seguro que lo haría gratis total, no como los intérpretes de sus señorías, que nos costarán un ojo de la cara.

Se dice que el coste de la traducción no bajará del millón de euros. Lo justo, me dice Polidoro, es que quien quiera un capricho se lo pague de su propìo bolsillo, o séase, que se lo descuenten a los señores senadores de sus nóminas, no que tengamos que pagárselos nosotros, los sufridos y cansados contribuyentes.

Porque está visto, señores, sigue vigente el antiquísimo dicho que asegura que “el sentido común es el menos común de los sentidos”, por lo menos en ciertas castas y ambientes.

Una mica de serietat, Senyors. No vulgueu ara fer allò que no pasaba, fins ara y en moltas ocasions, de comic, sempre que s’escoltasi amb esprit lliura e independent, no vulgueu fer-ho ara també ridicol, y no mes que per ganas d’emprenyár-vos els uns als altres. No sigueu caps buids.

(Animus ridendi, scriptum est. Que no está en la nostra ánima l`emprenyament a ningú. Ho juro)


José María Hercilla Trilla
(Pentalingüe, sin presunción alguna, más bien de
casualidad, como otros muchos)
Salamanca, 25 Abril 2010


(Publ. En La Codosera, el 2-05-10,
y en Es Diari el 10-05-10)

martes, 1 de junio de 2010

17/10.- REFLEXIONES EN VOS BAJA

17/10

Reflexiones en voz baja


Quisiera poder gritar a plenos pulmones que vamos por buen camino; quisiera aplaudir a los mandamases de que disfrutamos, pero me es imposible. Al revés, lo que opino, forzado a ello por lo que veo, es que estamos siguiendo un muy equivocado y tortuoso sendero, un camino que no puede conducirnos a buen puerto.
Nadie me crea agorero, ni tampoco pesimista. Siempre enfoqué la vida con valentía y con esperanza de salir ganador de ella. Pero cuando en ese afán de superación no va uno solo, cuando salir adelante no depende tan sólo del propio esfuerzo, sino que se va acompañado de otros muchos millones de personas, de conciudadanos dirigidos y sometidos a una política divergente, obligado a pasar por donde todos pasemos, y viendo además que en vez de progresar todos, es decir la nación en pleno y paralelamente todos, gobernantes y gobernados, lo que está sucediendo es la división y escisión de los ciudadanos en clases, entre ellas la de ricos y pobres; la de izquierdas y derechas; la de los ocupados y la de los parados, ésta cada día más numerosa e imparable en su crecimiento; la de los que creen en la justicia y la de los que abominan de ella; la de los que sueñan con una Patria única y grande, y la de quienes la quieren fragmentada y dispersa, en porciones independientes las unas de las otras; la que es partidaria de olvidar agravios pasados y mirar con ilusión y esperanza hacia el futuro, y la de quienes siguen pensando en castigarlos, mirando obstinadamente hacia atrás, sin capacidad de olvido y perdón; la de los que viven más que holgadamente, dedicados ellos a atesorar riquezas, y la de los que tienen que hacer filigranas para llegar a fin de mes; la de los que viven –o malviven- con el sudor de su frente, y la de quienes triunfan con la suciedad de sus manos, etc., etc.
Siempre hubo clases, ya lo sabemos, pero creo que jamás las diferencias entre ellas fueron tan señaladas. Y tan injustas. Aparte de injustificadas, a estas alturas.
Como siempre pasa en épocas de confusión social, también ahora surge en el ciudadano reflexivo la idea del Estado Utópico, la añoranza de ese Estado en el que no hay sino perfección por todas partes, y sueña con esos gobernantes que no sólo se preocupen de hacernos posible la vida, sino que también cuiden de hacernos felices. Lo malo es que el logro de ese ideal de perfección no es propio de nuestro estado de seres humanos. Desde que el hombre es hombre, no ha habido grupo social que lo consiga; ese anhelo sigue –y seguirá, no nos engañemos-, siendo un sueño.
Al hombre se le permite, en el mejor de los casos, engañándole previamente con el falso latiguillo de que es libre y vive en democracia, se le permite –digo- hasta pensar libremente, pero nada más. Piensa, sí, pero obedece, parece ser la consigna. Seguramente la de siempre.
En cuanto al obrar, por mucha libertad que nos pregonen, poco podemos hacer para adecuar el mundo real en el que vivimos, al libremente soñado por nosotros en nuestros momentos de euforia mental. Los gobiernos, éste, ése y aquél, todos, sin excepción, aunque dicen concedernos libertad, lo cierto es que no nos conceden poder, que cada día nos sentimos más reglamentados, más controlados, más estrechamente cercados en nuestra individualidad, de la que no podemos gozar sin pasar por las horcas caudinas de la omnipotente y omnipresente reglamentación, sin inclinarnos delante de una ventanilla en solicitud de la oportuna licencia o del engorroso documento administrativo, que ni se da al primero que llega, ni tampoco sin el preceptivo desembolso.
Ni soy anarquista –aunque de buena gana lo sería si creyera en la efectividad y bondad de esa doctrina-, ni simpatizo con las varias otras que hoy están en uso, que de poco nos sirven a los ciudadanos para lograr nuestra felicidad. Ninguna de ellas. Aparte de que los afiliados a los distintos partidos viven en total descuerdo con lo que nos predican a los demás. Aquellos que nos dicen, de que la felicidad no está en lo que se tiene, sino en cómo eres, no pasa de ser una falacia más de las muchas que se reparten a diario y gratis total, para consuelo del incauto contribuyente.
En la vida íntima de cada sujeto, cabría admitir ese aserto, que diferencia el tener con el ser, además de la primacía de este último verbo sobre el primero. Pero no así en la vida real en sociedad, donde –los dirigentes los primeros-, nos demuestran con su ejemplo que es mucho más importante lo que se tiene, que lo que realmente es cada uno de ellos. O cómo es, o lo que es, incluso hasta lo que sabe. No cabe ya dudar de la vigencia del dicho clásico que afirma que “Tanto tienes, pues tanto vales”. También cabría decir: tanto nos cuestas. Que no es lo mismo lo que cuesta algo que lo que realmente vale, como sabe toda sufrida ama de casa.
En estos momentos podremos presumir de muchas cosas, de muchos avances técnicos, de muchos adelantos, pero seamos veraces y confesemos que en cuanto a ética –e incluso también a estética-, de poco podemos vanagloriarnos. Vuelvo a mis clásicos y trato de consolarme –consuelo de tontos-, de que así viene sucediendo a través de los años, de todos ellos, desde que el hombre vive en sociedad.
No es que admita como incontrovertible cuanto nuestro viejo amigo Platón nos dejó escrito, buena parte de ello muestra de sus inquietudes al respecto de estos problemas de conducir a los hombres por un recto camino y bajo la dirección de un gobierno de sabios, de filósofos, como él dice. Otros antes que yo, y por supuesto también más inteligentes que yo, por ejemplo Erasmo –con quién no oso compararme-, hacemos notar que no es precisamente un filósofo el hombre ideal para dirigir el gobierno de una nación, y que quienes lo intentaron la condujeron al mayor de los fracasos. Ni siquiera, creo yo, que sea necesario un gobierno de sabios, aparte de la dificultad de encontrarlos en el momento y número oportunos. Intentó Platón hallar solución a los problemas de la vida en común, empezando por proponer la selección, educación, pruebas previas de aptitud, y final elección de la clase dirigente, pero fueron tantos los cabos que dejó sin atar, o que se negaron a anudar los que veían como se limitaba su desaforada ambición de poder, que seguimos como si Platón –y con él otros filósofos prudentes-, no hubiesen existido, ni nos hubiesen dejado por escrito el valioso tesoro, resultado de sus cavilaciones.
El Estado platónico, a poco que cavilemos, no tiene cabida en una sociedad de hombres libres, que no admitirían jamás la servidumbre a que se verían sometidos si un día se intentara implantar entre ellos ese sistema de gobierno –el de los filósofos-, ni esa ciega obediencia de todos, requerida para su viabilidad. Todas las propuestas “utópicas” que han surgido a lo largo de la historia para un recto gobierno suponen una ignominiosa dictadura, una obediencia total de unos y un poder absoluto de otros. Y ya dijo Lord Acton que Platón, al forjar idealmente su utopía, “no se percató de que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”, máxima que no debemos olvidar.
Desgraciadamente se sigue confundiendo poder con capacidad, y no digo sabiduría por que a estas alturas es desconocida esa cualidad en el ámbito de la actividad política. Nos conformaríamos los ciudadanos con la prudencia de nuestros gobernantes, que no es cosa baladí. ¿Recuerdan ustedes aquella oración que rezaba y sigue rezando la esposa de mi amigo Polidoro, en la que, entre otras cosas, después de pedir a Dios por muertos y vivos, pide por los políticos, suplicando les conceda “sentido común, ya que no inteligencia, acrisolada honradez y acendrado amor a la Justicia”?
Tanto me sorprendió aquella sencilla súplica dirigida al Señor por aquella buena mujer, que desde entonces la hice mía –la súplica, no la mujer-, uniéndome a tales peticiones. Seguramente, como punto de arranque para lograr una casta dirigente medianamente aceptable, nos bastaría que Dios hiciera caso de ese elemental deseo de los creyentes y accediera a repartir esos bienes, equivalentes a los de prudencia, templanza y rectitud, a todo aquél que se creyere elegido para guiarnos en nuestra aventura terrena. A todo aquél que supiere distinguir entre vocación política, que supone servir a los demás, y colocación política, que implica solamente servirse a sí mismo, y preferiblemente con carácter vitalicio. Además de soberbiamente retribuido, por supuesto. Que es de lo que se trata. ¡Porca política!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 22 Abril 2010

(Publ. en www.esdiari.com del 26-04-10)

sábado, 29 de mayo de 2010

16/10-MADUREZ, DESPRENDIMIENTO Y FELICIDAD

16/10

La madurez, el desprendimiento y la felicidad


Hoy, 10 de abril del 2010, he cumplido años. Me ha costado llegar hasta aquí; es más, jamás creí que llegaría, pues la verdad es que resulta muy difícil salir de tanto médico junto, y no lo digo en detrimento o menoscabo de ellos, ¡Dios los bendiga!, sino como expresión reveladora –esa cantidad de galenos-, de los muchos males que a uno le agobian. Llevados con dignidad, por supuesto. Los males y los galenos. Éstos, además, con amistad probada.
En realidad, de tu edad no te das cuenta por eso de los cumpleaños, ni tampoco por los muchos médicos que te circunden y las plurales dolencias que te aflijan, sino por los huecos. Sí, por los huecos, cada día más frecuentes, y en ocasiones muy dolorosos, que van dejando en tu camino los amigos y conocidos que contigo venían marchando, al irse yendo y dejarte olvidado en el camino que veníais recorriendo en paralelo. La frase no es mía, en algún sitio debo haberla leído. Es la que dice que tu edad no la miden tus años, sino tus muertos. ¡Y qué cierto es eso! Otro decía que empiezas a ser viejo cuando el número de las personas por cuyas almas rezas, es superior al de los vivos de cuya existencia gozas o simplemente recuerdas, aunque no los frecuentes.
Pido perdón a aquellos que puedan creer que estoy siendo muy fúnebre con esto del cumpleaños. No, no es así, se lo aseguro. Quede usted tranquilo. Reboso satisfacción, y también alegría. Téngase presente que cada cumpleaños, a partir de cierta edad, por ejemplo a partir de los ochenta -y en este caso de alguno más-, es una victoria, y ganar una victoria siempre ha supuesto una alegría, mayor cuanto más difícil de alcanzar.
No es, pues, mi comentario un gemebundo treno, sino más bien un optimista canto de vida y de esperanza, de quien se sabe y siente de nuevo victorioso en esta lucha por la supervivencia en la que todos, también usted, amigo lector, estamos embarcados desde nuestros respectivos nacimientos. ¡Sursum corda! Elevemos nuestros corazones y no nos dejemos avasallar por los años que vamos atesorando. No todos tienen esa suerte.
Lo malo de este mundo es que algunos, ¡pobres ellos!, en vez de atesorar años, gozando de lo que cada uno de esos años nos trae de nuevo -desde ese renovado afán de cada día, hasta el imprevisto suceso o acaecer diario, de los que nos habla la Biblia-, prefieren dedicarse a atesorar riquezas, las más de la veces mal avenidas, como si no se saciasen de ellas, y además como si gozasen de la prerrogativa de una vida terrenal eterna para disfrutarlas. Son coleccionistas de bienes y sobre todo de monedas, y sabido es que casi todo coleccionismo implica inmadurez. No se ofenda ningún coleccionista; confieso que yo también lo fui en mis años jóvenes, pero llega un momento en que te das cuenta de la inanidad de tu empeño y todo aquello que constituía tu afán -libros, sellos, fotos o postales, a título de ejemplo y en mi caso-, todo lo que motivaba tu búsqueda y luego su cuidada colocación, en cajas, estanterías, y –para algunos- en cuenta corriente o en Bolsa, te das cuenta de que –a la vuelta de la esquina-, tendrás que dejarlo aquí, a tus espaldas, sin poderlos llevar contigo, como si realmente no fuesen tuyos, como no lo es cuanto creemos poseer los humanos, que no pasará jamás de ser un efímero usufructo, un “ius utendi et fruendi”, derecho a usar y disfrutar de ello a plazo fijo, lo que dure tu camino en este –sólo para algunos-, valle de lágrimas.
Es entonces, al constatar la inutilidad de tus esfuerzos “recolectores”, cuando te empiezas a dar cuenta de que todo te sobra, de que te sobran casi todos los libros que compraste, que ocupan excesivo sitio en casa; de que no sólo te sobra, sino que hasta te molesta la colección de sellos que llevas haciendo desde hace más de setenta años, en la que tanta ilusión pusiste y bastante dinero gastaste; constatas que hace mil años no has vuelto a sacar las cajas con fotos o con postales, que ya se deben haber tornado amarillentas…. Aparte de no interesar a nadie, ni siquiera a los más próximos de tus familiares, como no sea para reírse con o de ellas, mientras se desliza una invisible lágrima dentro de ti, al venirte a recordar tiempos, lugares y –sobre todo-, amadas personas que se fueron un día cualquiera de tu lado. Para ti, esas fotos, siguen siendo un tesoro; para los demás, no son nada, apenas unas reliquias de momentos y personas que a ellos nada les dicen.
Lo mismo que algunas frutas, que al madurar se desprenden de sus cáscaras, la madurez del hombre pudiere, quizá, empezar a revelarse en el desprendimiento o desasimiento de todas esas “cáscaras” que ha ido acumulando en sus años de crecimiento, cuando se vino a creer dueño del mundo. Hasta que la vida le demostró que no era dueño de nada. Ni de sí mismo.
Hoy, puedo asegurarlo, nada causa mayor felicidad que irlo dando todo a los demás. Ligero de equipaje y además sin enemigos, sino todo lo contrario, rodeado de amigos y abrumado de atenciones por todas partes, empezando por las de tu propia familia, me proclamo un hombre feliz. Eso mismo les deseo a todos ustedes, mis pacientes y amables lectores. ¡Qué Dios les reparta felicidad! (No es necesario meterse a político, ni tampoco acumular riquezas o vivir en palacetes, para conseguirlo, se lo aseguro.)

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 10 abril de 2010


(Publ.en Es Diari, del 19-04-10)

domingo, 23 de mayo de 2010

15/10.- AÑORADAS, CUANTO LEJANAS, SOLEDADES

15/10

Añoradas, cuanto lejanas, soledades


¡Vive Dios, que me gustaría seguir escribiendo! Hasta que se me acabare la cuerda. Aunque sea la escritura, como es mi caso y ya he dicho en otras ocasiones, realizada por prescripción médica. Mas echo la vista en torno y el panorama no puede ser, ni menos inspirador, ni más desolador. ¿De qué escribir? Pretender que todo lo que uno escribe, surja “ex novo” en su sesera, es vana pretensión. Por lo menos a partir de ciertas edades, diversas según los individuos, en las que la inventiva va disminuyendo. Lo cierto es que quien escribe es como un espejo que refleja en su escritura cuanto ve a su alrededor. Hasta la poesía, la más ideal de las escrituras, no es sino reflejo de un estado de ánimo, sobrevenido al bajar el poeta de su particular cielo y poner –siquiera sea por unos instantes-, los pies sobre el suelo y los ojos sobre su prójimo. ¡Y hay cada prójimo...!
Por eso digo, que visto el panorama desolador –en cuando a honradez y decencia-, que nos rodea por doquier, y obligado a escribir de lo que se ve y oye, muchas veces está tentado uno a poner punto final a la escritura y meterse en el último rincón, a esperar el fin, el de uno mismo, claro está, no el de los demás. Es entonces, al contemplar ese lamentable espectáculo que nos avergüenza y avasalla, cuando siento esta tentación de alejarme de todo cuanto me rodea, es entonces cuando viene a mi memoria, surgido del hondo baúl de mis recuerdos, aquel tiempo lejano de mi juventud, aquel colmenar serrano y extremeño de El Arquillo, por bajo del Cancho del Águila, con aquella casita humilde de dos habitaciones, la una cocina-comedor-dormitorio, la otra ocupada con el extractor de miel y que además, en los meses de invierno, servía como almacén donde guardaba de todo, desde colmenas vacías a bidones, igualmente vacíos hasta la llegada de la recolección o extracción de la miel.
En la alta sierra, rodeado de olivos y de encinas, junto a un frondoso huerto de naranjos, regado éste con el agua que, en cantarino chorro, manaba de una fuente allí existente, se me pasaban los días y las noches, aquellos trabajando, éstas soñando, pero feliz por completo. Sobre todo ignorando que existen gentes que venden su alma y su vida por dinero, ese dinero que no debiere tener más objeto que servir de trueque y asegurar una vejez independiente, tan independiente como has procurado vivir toda tu vida. ¡Qué feliz fui trabajando en la plácida soledad de mi colmenar serrano!
Entonces, acabado el duro trabajo diurno, me sentaba en una vieja butaca de mimbre, a la puerta de mi casita y allí, tras comerme un buen cuenco de gazpacho, majado por estas manos, hecho con aromático poleo y con el agua de la cercana fuente, fumábame después del refrigerio unas pipas de tabaco negro y esperaba la llegada de la noche, la aparición en el alto y limpio cielo de los millones de estrellas que nacían para venir a hacerme compañía, sin sentirme “ni envidiado ni envidioso”, como ya dijo alguien.
Al raso, bajo un olivo, si era en plena canícula, o a cubierto si no lo era, me entregaba al sueño reparador, con el cuerpo cansado y dolorido, pero con la conciencia tranquila, como la tiene todo aquel que sabe que hizo honradamente su trabajo y que no causó daño a su prójimo a lo largo de todo el día, ni piensa hacérselo al día siguiente.
¿Qué no ha visto usted amanecer y salir el sol por el horizonte, más allá del río Tajo, apenas entrevisto en la distancia, velado tenuemente por las brumas o calimas de esas horas primeras, en las que el silencio se oye ostensiblemente en aquellas alturas serranas? Entonces, le compadezco. No sabe usted lo que es bueno, mejor que bueno, y desde luego mucho mejor que esperar la mañana durmiendo en un ostentoso y ridículo palacete de nuevo rico. En fin, es cuestión de gustos. Y de conciencias.
Lo malo es que la vida, y sus mudables circunstancias, se te imponen, privándote no pocas veces de hacer aquello que realmente te apetece, como –por ejemplo- retirarse de tanta suciedad, y también avaricia, como nos abruma, e ir a acompasar tus días en aquel colmenar de mis años mozos. Y es que hay días en los que hasta la prensa, si la acercas a la nariz, huele mal de tanta podredumbre como sus noticias encierran. Y lo peor es que hay una clase, generadora de las mismas, protagonista de los desmanes noticiados, que parece vivir en el mejor de los mundos, demostrándonos que para ello basta tener laxa conciencia, y mucho mejor, carecer de ella. En absoluto. Que parece ser lo que le pasa a más de uno y de dos, ridículos nuevos ricos, conscientes de que nada son si se nos muestran al natural, tal como en realidad son, si se dejan ver desprovistos de doradas galas, sin epatarnos con su riqueza. Aunque sea mal adquirida. ¡Anda y que os zurzan. Todo para vosotros!, dan ganas de decirles…
Me temo que como no tratemos de reimplantar, por lo menos entre las nuevas generaciones, aquellos principios de honradez, laboriosidad, esfuerzo, sacrificio, solidaridad, respeto mutuo, etc., etc., por los que hasta no hace muchos años nos regíamos los pertenecientes a mi generación, mal camino llevamos. Siempre recuerdo a la esposa de mi amigo Polidoro, sorprendida un día en sus rezos, en los que introducía esta coletilla: “Por la paz del mundo, Señor; para que nuestros políticos, ya que no inteligencia, tengan sentido común; para que posean y demuestren una acrisolada honradez; para que sientan y obren impulsados por un acendrado amor a la justicia; para que aminoren su ridícula vanidad; para que disminuyan su desmesurado amor por el dinero; para que se sientan y sean solidarios; para que alguna vez, aunque sea de tarde en tarde, se acuerden de su prójimo, que somos todos nosotros; por todos ellos, los políticos, sobre todo si son nuevos ricos, y por todo esto otro que te he dicho, te suplico, Señor”.
Decía esta señora que, después de rezada esta oración, dormía mucho mejor, como quien ha cumplido un obligado deber. Era todo cuanto podía hacer, nos explicaba. En realidad, es lo único que podemos hacer los simples mortales, avasallados, cuando no por unos, sí por los otros, siempre reducidos al triste y aburrido papel de contribuyentes. ¿Quosque tandem, Catilina,…..? Usted ya me entiende, mi buen amigo. No es necesario que complete la frase, que a buen entendedor, con pocas palabras bastan. ¡Qué pena no poder alejarse de tanta miseria moral como nos rodea, de tanto ridículo personajillo con mando en plaza! ¡Qué pena no poder volver a aquellas lejanas e incorruptas soledades serranas….!

José María Hercilla Trilla
Salamanca, 8 Abril 2010

(Publ. en Es Diari, del 12-04-10)